Cae la noche sobre la autopista alumbrada
por las estrellas, sobre ese asfalto mezquino
travestido de ingratitud constante, de un ayer
lejano en el tiempo dedicado tan solo
a carcomer los cimientos de nuestros
respectivos templos.
Se tiñen de verdugo las miradas tras los ventanales
de siniestros ejecutores desplegados como
banderas
que no más que alas de cuervo que alza el vuelo
sobre quien ose traspasar nuestro campo de
tiro,
sin necesidad alguna de disparo de gracia
– qué mal chiste esta última palabra –.
Tocan a muerto los cipreses del Camposanto,
en hilera individual manteniendo la distancia
de seguridad impuesta por la vergüenza
política que engorda día a día
pese a cobrar dieta por desplazamiento.
Hay manifestaciones de aplausos y cazuelas por
las calles;
flores marchitas en los salones de té
donde las grandes damas ya ni se miran al
espejo
por carecer de envoltorio artificial – ya no es
esencial
el tener un buen peinado –.
Hay sorteo público en las familias
numerosas para ser el agraciado
que acompañe al abuelo en su último viaje
mientras la aglomeración del populacho hace
cola para entrar
al supermercado; y hay silencios en las miradas
de los más viejos del lugar que rememoraran
historias que creían ya pasadas
pero que se repetirán en una nueva generación
que no aprende nada, nada…
Y sigue habiendo gente que llora sola,
y gente que insulta, y gente que no respeta,
y gente que entona “yo voy a mi puta bola”
como si fuera la banda sonora de esta película,
y gente que ya no ejerce de artista, ni de
oficinista,
ni de vendedor ambulante puerta a puerta
o de camarero tras la barra de su bar,
y gente que ya no ejerce de gente, pero
también,
por suerte, hay gente que se hace grande con
sus pequeñas cosas, gente que ayuda a otra
gente
y que antes de pandemias o una simple fiebre
eran ya gigantes – sí, don Quijote, joder, gigantes
–
por mucho que no los tomaran en cuenta
por considerarlos insignificantes.
Y todos, absolutamente todos,
pisan este mismo asfalto que canta baladas,
canciones tristes hilvanadas con versos tristes
que, pese a la tristeza, son toda una
invitación
para sonreír a un nuevo día antes
de que la noche vuelva a caer
sobre esta autopista alumbrada por las
estrellas.
(c) Isidro R. Ayestarán, 2020