Dejarás de tener miedo al
asomarte
a esta ventana de lunes,
al aterrizaje forzoso de la
hoja del calendario,
a ese soplo de aire fresco
que se resquebraja mientras
se desliza entre tus dedos,
a la aridez del recuerdo de mi
nombre,
a la torre de babel que se
manifiesta
con cada tempestad, a cada
lágrima
que vierten las nubes
para acompañarte en tu naufragio,
a vagar, solitaria, por el
camposanto
de la añoranza.
Dejarás de tener miedo a las
miradas
esquivas que se muestran en el
escaparate
del disparate más acentuado,
al redoble del eco en la saeta
a una virgen entre flores,
cirios y costaleros,
a seguir paso a paso la receta
para
caminar en dirección al centro de
la diana,
a no encontrarte en medio de la
multitud
que escapa en busca de la
etiqueta
que reza “compañeros”.
Dejarás de tener miedo a
que yo no esté a tu lado,
a esa pista deslizante y
peligrosa
donde se estrellan los pilotos
automáticos,
a esa hoja en blanco hambrienta
de letras
y sentimientos, a no encontrar el
calor
de mi cuerpo al despuntar la
aurora,
a que no te conteste al decirme
buenos días,
qué tal dormiste, con quién
soñaste…
Y dejarás de tenerle miedo al
miedo,
a la velocidad de vértigo con que
todo avanza,
a la distancia incomprendida que
no
enseñan en los colegios, al
estaño
con que se pinta el invierno,
a la tristeza en la pintura del
payaso
que, divertido, recrea vidas en
el escenario.
Y ese día, niña mía, lejos del
miedo,
el temor, la soledad y el
silencio,
te pararás en seco, echarás una
ojeada al mundo que te rodea,
y esbozarás una sonrisa sincera y
abierta
al saber, de manera cierta,
que aún sin esas cosas, yo
seguiré a tu lado
para cantarte por las noches,
como cuando sabías que yo estaba
junto
a esa luz que se deslizaba por
debajo de tu puerta.
Pero, ahora, mi niña,
duerme y no tengas miedo…
que enseguida te
encuentran.
(c) Isidro R. Ayestarán, MMXVII