Perdió su billete en lo recóndito de la
oquedad de su mirada, en lo vacío y mudo de un lenguaje torpe de luciérnagas
con plomos fundidos. Quedó desolado en el centro de una plaza en un tiempo
amarillo y asientos solitarios, donde las maderas apolilladas crujían en su
única manera de entenderse. Sintió la necesidad de comunicarse y entabló
diálogo con sus extrañas parejas de baile, sin embargo, la música de su voz
sonaba lejana, como de una primavera aturdida por su gula floral en un tiempo
invernal donde el hielo y los árboles desnudos se resaltaban en un lienzo torpe
de pinceladas reventadas tras un ataque terrorista.
En un instante de silencio echó la
mirada hacia otros puntos cardinales, y se vio solo, empequeñecido en un
decorado inmenso que se veía devorado paulatinamente por un denso humo y un
color sepia de entreguerras.
Corrió raudo al escuchar el sonido de
un tren lejano. Los asientos de la plaza se derrumbaron demolidos por su propio
silencio tras tanto tiempo echando en falta a quienes los ocuparon antaño. El
impulso de supervivencia escuchaba aquella respiración agitada de los raíles,
pero el camino confundido del aturdimiento lo llevó hasta una pasarela de
hormigón y cemento donde un graffiti callejero apenas se resaltaba sobre viejos
carteles electorales, programas de autoayuda y anuncios propagandísticos de un
nuevo apocalipsis.
Sintió el correr del tren bajo sus pies
mientras el piso de la pasarela se caía a pedazos hacia un abismo sin fondo.
Lloró al verse cada vez más pequeño y el tren se perdía en un punto lejano ya.
- Era el último tren – anunció una voz
a sus espaldas –. Lleva a los muertos que quedaron rezagados y que alguien
olvidó en lo oscuro del callejón de las tinieblas.
Enloqueció al no ver a nadie cercano,
al ignorar de donde procedía la voz mientras giraba sobre sí mismo una y otra
vez mientras el atrezzo de cartón piedra se desmoronaba trémulo al son de un
violoncelo que una mujer raída tocaba en lo alto de una sima. Su rostro, sin
ojos, se movía al compás de su música de réquiem ajeno al revolotear de unos
cuervos negros sobre su cabeza y un camisón ceniciento que se iba
descomponiendo en cada nota sobre aquel extraño pentagrama hasta dejarla
completamente desnuda.
Con pasos nerviosos comenzó a escalar
aquella pequeña montaña que también se iba desintegrando con cada nota. Al
llegar a la cumbre, la mujer cesó su música de réquiem, se puso en pie, y tras
un leve intento por esbozar una sonrisa otoñal quedó convertida en escarcha
ante sus ojos. Y quedó más aturdido aún.
En ese momento sólo el silencio y una
densa niebla lo rodearon.
Comenzó a llover de una manera
premonitoria antes de la tormenta. Y él también comenzó a fundirse en agua al
tiempo que se hacía un ovillo consigo mismo en un intento por hallar respuesta
ante tanta incomprensión a su alrededor.
El sonido de unas sirenas lo despertó a
su realidad.
Se vio sobre una camilla, donde una
procesión de focos lo deslumbraban al tiempo que punzadas de calor lo atacaban
sin piedad por todo lo que quedaba de su cuerpo. Sin embargo, a pesar de lo
irreal de los minutos previos a su despertar a la consciencia, se sentía vivo.
Y lloró por eso.
Recordó que aquella mañana, siguiendo a
rajatabla su rutina laboral, se dispuso a coger el tren de cercanías que lo
acercaría a su puesto de trabajo. Las mismas caras mortecinas de cada mañana lo
acompañarían en su viaje de apenas veinte minutos. El mismo ritmo matinal, los bostezos
retardados, las ojeras resaltadas y el silencio en cada una de las miradas. Incluso
los mismos asientos destinados para las mismas personas. Como cada mañana.
Apenas diez minutos después, mientras
terminaba de leer los titulares en el periódico local, una voz grave rompió la
rutina de aquel lunes. Quien gritaba palabras ininteligibles era una mujer de
mediana estatura y melena negra quien, portando una gran funda metálica negra
de instrumento musical, reventó en mil pedazos antes sus ojos. Y a partir de
ahí una sucesión de gritos ahogados por el estruendo de la explosión, junto al
romper de cristales, asientos que se levantaban de sus anclajes y restos de
cuerpos humanos que vomitaban sus vísceras contra su cuerpo, fueron las últimas
percepciones que tuvo de aquella terrible realidad.
Un enorme telón rojo nubló su visión.
Adivinó al fondo de un vagón a un chico joven que intentaba ponerse en pie
entre el humo y los restos del vagón, pero le vio hundirse de nuevo al
comprobar que le faltaba media pierna, arrancada de cuajo. Otra chica joven
había quedado encajada entre los restos de uno de los ventanales del vagón,
inerte, despedazada. Él intentó mirar su propio cuerpo, con miedo, sin poder
esbozar un leve grito. Punzadas de dolor y calor le embargaban allí donde
segundos antes había sostenido el periódico de la mañana. Le faltaba el brazo
izquierdo y la mano derecha era tan sólo un muñón ensangrentado.
Y entonces, apagó su mirada.
La tormenta cada vez estaba más cerca.
Los relámpagos centelleaban y laceraban
el paisaje.
El eco de un violoncelo se escuchaba a
lo lejos, junto al revolotear de unos cuervos negros que se reflejaban en
charcos de agua, barro y escarcha.
La lluvia había cesado y un viento
atronador arrastraba todo a su paso, incluso a los charcos de agua, los cuales,
protagonistas en ese extraño y apocalíptico paisaje, se hicieron uno hasta
formar un enorme lago.
Un grito estremecedor sirvió de prólogo
a un relámpago, y del lago salió una mano hacia lo alto, con los dedos bien
abiertos, como si así quisiera apoderarse de todas las respuestas posibles ante
tanta incomprensión.
La tormenta siguió su baile.
Los cuervos graznaron y continuaron su
viaje entre las nubes, sorteando relámpagos y a la música de réquiem que sonaba
en un violoncelo hasta el final de su partitura.
Como cada mañana, la enfermera entró en
la habitación del hospital y depositó, junto a la mesa del desayuno, el
periódico de la mañana. Cerró luego la puerta tras de sí y la asistenta, de
manera rutinaria, comenzó a dar de comer a la boca al paciente de mirada triste
que continuaba perdido en un terrible sueño del que no quisiera haber
despertado nunca.
(c) Isidro R. Ayestarán
MMXVII