Esposas y grilletes, revisados.
El andar, mil veces ensayado.
Incluso los guardianes no mirarán
a los ojos al condenado a muerte.
El pasillo es muy largo e iluminado,
como si su resplandor no quisiera
darme opción a un recuerdo de esos
que pasan en una fracción de segundo.
Dicen que así pasa la vida ante los ojos
de un condenado, hasta que el estruendo de la
puerta que te lleva al cadalso irrumpe con la
violencia de la ley férrea de la condena a muerte.
Familiares de la víctima, periodistas, agentes de
la Fiscalía General (supongo), un cura que habla
de redención e incluso un médico para firmar
el parte de defunción. Todos allí presentes.
Y uno a uno, los miro a todos sin rencor.
Y uno a uno, subo los escalones hasta la soga.
Y uno a uno, enumero los pecados cometidos.
Y… un silencio que te rasga lo profundo del corazón.
La sentencia es repetida de nuevo.
La capucha es colocada antes de esa áspera cuerda.
Y los segundos transformados en horas parecen
la tortura que merezco por el mayor delito cometido.
Es tu rostro quien aparece de nuevo en mi recuerdo,
el color de tus ojos aceituna, la línea de tus labios,
el surco de las lágrimas cuando te dije “ya no te quiero”,
y el frío del invierno, que se me cuela entre los huesos.
Me condenaron a muerte por dejar de quererte,
y fue la nostalgia la más implacable de los jueces
sin que le temblara el pulso, al darme la vuelta en la cama
y comprobar lo solo que me encontraba sin tu cuerpo.
Amanezco de mi sueño empapado de sudor,
me aferro a mi ventana iluminada por las estrellas, y
mientras busco tu luz en cada una de sus luces,
dudo si realmente vivo… o es que sin ti estoy muerto.
El andar, mil veces ensayado.
Incluso los guardianes no mirarán
a los ojos al condenado a muerte.
El pasillo es muy largo e iluminado,
como si su resplandor no quisiera
darme opción a un recuerdo de esos
que pasan en una fracción de segundo.
Dicen que así pasa la vida ante los ojos
de un condenado, hasta que el estruendo de la
puerta que te lleva al cadalso irrumpe con la
violencia de la ley férrea de la condena a muerte.
Familiares de la víctima, periodistas, agentes de
la Fiscalía General (supongo), un cura que habla
de redención e incluso un médico para firmar
el parte de defunción. Todos allí presentes.
Y uno a uno, los miro a todos sin rencor.
Y uno a uno, subo los escalones hasta la soga.
Y uno a uno, enumero los pecados cometidos.
Y… un silencio que te rasga lo profundo del corazón.
La sentencia es repetida de nuevo.
La capucha es colocada antes de esa áspera cuerda.
Y los segundos transformados en horas parecen
la tortura que merezco por el mayor delito cometido.
Es tu rostro quien aparece de nuevo en mi recuerdo,
el color de tus ojos aceituna, la línea de tus labios,
el surco de las lágrimas cuando te dije “ya no te quiero”,
y el frío del invierno, que se me cuela entre los huesos.
Me condenaron a muerte por dejar de quererte,
y fue la nostalgia la más implacable de los jueces
sin que le temblara el pulso, al darme la vuelta en la cama
y comprobar lo solo que me encontraba sin tu cuerpo.
Amanezco de mi sueño empapado de sudor,
me aferro a mi ventana iluminada por las estrellas, y
mientras busco tu luz en cada una de sus luces,
dudo si realmente vivo… o es que sin ti estoy muerto.
(c) ISIDRO R. AYESTARAN, 2009