Te hirió la vida en un momento,
en un leve instante teñido de
dolor
envuelto en lazadas de lágrimas
sin aliento,
sin meta alguna, sin destino ni
rasgueo
de banda sonora.
Te hirió a pelo,
sin avisar, sin anestesia,
sin última cena, sin derecho a
una llamada,
sin un beso de buenas noches, sin
un petting
previo al revolcón sobre la
almohada.
Te hizo daño y la odiaste por
ello,
porque tiñó de noche la aurora,
desafinó el canto del jilguero y
estrelló
todos los aviones sobre las
torres de cemento del alma.
Tu alma, tu cuerpo, tu anhelo.
Tú, siempre tú, como el niño que
lloró
por vez primera al verse la
herida tras caerse
de la infancia de cuatro ruedas.
(c) Isidro R. Ayestarán, MMXVII