Silencio de ánimas en la trinchera,
baile de banderas blancas a media asta,
luto en las medallas del general
y lágrimas en la del polizón que
embarcó junto a Caronte en su barca.
Los pasos bien medidos incitan
a la ejecución inexorable de los
rehenes
mientras en el campo de batalla
Dios riega de una vida a borbotones
a quien adivinó el número de su pie.
No había más reglas que las
previamente descritas, y tras haber
lustrado la barca, Caronte dio por
iniciado
el viaje a través de la tormenta.
Se llevó consigo al subsuelo bien
documentado, al refugiado que
acabó atrapado en la red de la mentira,
al desahuciado que acabó en la calle
con un coro cantando música de réquiem,
al reo de poca monta mil veces
ajusticiado
que no obtuvo defensa entre tanta toga
de diseño muy bien pagado ni última
cena
antes de la visita al paredón de turno,
a los ancianos abandonados a su suerte
entre monjitas, dentaduras postizas
y sopa de sobre, a los que guardaban
respetuosa fila de a uno en la cola del
paro
y al político que presentó mociones
de censura en una suerte de tómbola
democrática pactada de antemano.
Viajaron juntos, además, los héroes
que no se leyeron el manual
de instrucciones y los cobardes
matriculados en ciencias infusas,
los que madrugaron para ir a un trabajo
precario y los que nunca quisieron
ejercer
de pelotas relamidos por debajo
del ombligo de sus superiores,
las horas extras con nocturnidad y
alevosía
y los turnos libres que nunca se
respetaron,
los buenos días que nunca obtuvieron
respuesta
y los “pase usted primero” rezumando
aroma a machismo nº5.
Sin temor a overbooking cínico, embarcaron
los locos desatados, los titiriteros
que nunca fueron amordazados,
los poetas cabareteros de bastón,
chistera
y versos de purpurina y asfalto y los
cantautores ninguneados por las grandes
discográficas, los aspirantes a
escritores
que naufragaban en editoriales de
autoedición
de cheque en blanco y aquellos otros
noveles
que no lograban librería que los
pusiera en el
escaparate de sus best-sellers, entre
títulos
de mierda redactados por tertulianos
televisivos
en programas de mierda y escritos por
negros
a los que se les pagaba una mierda.
Y, en fin, Caronte no tuvo piedad
con ninguno de ellos e inició su
crucero
infernal mientras en el puerto,
pañuelo blanco en mano,
los despedían entre lágrimas plañideras
y congojas mil veces ensayadas
los dirigentes políticos con bolsillos
cinco tallas por encima de la media,
ministras de mantilla y rosario en mano
que rezaron tres credos por el recuerdo
de los valientes que desplegaban sus
alas,
una virgen bien coronada con Medalla al
Mérito
del Trabajo incluido y los banqueros
millonarios
que se labraron su fortuna con el
estiércol
de los números rojos de sus clientes
más desgraciados.
También les dijeron a viva voz
“¡buen viaje!” un nutrido grupo
de oenegés fraudulentas y una
asociación
de veteranos del aire que siempre
estaban en las nubes en el día de la
banderita,
todo el desfile de las Fuerzas Armadas
y una profusa representación de Jefes
de Estado
ataviados con sus mejores galas,
consortes incluidas, claro.
Y, por último, por allí aparecieron
para acentuar la despedida, los
verdugos
y los torturadores de los años de la lucha
más clandestina, la policía más
corrupta
con traje de gala y las grandes damas
de las grandes obras de la Beneficencia
más abyecta, los periodistas de la
infamia
y la mentira y los más doctos expertos
en bricolaje,
versados en apretar las clavijas del
más pintado.
Pero fue, entonces, en ese preciso
instante
de miradas perdidas ante un viaje
a lo desconocido y las de quienes
siempre sostenían la balanza de su
lado,
cuando Caronte se quitó la gorra
de capitán de barco, dedicó
un corte de mangas a los alojados
en la ribera del puerto, y todos a una,
tripulantes en esa nave de inocentes
olvidados,
dedicaron una enorme pedorreta
a los que se quedaron en tierra firme,
anonadados, atónitos y sorprendidos
por presenciar todo aquello,
entre surrealista y esperpéntico,
berlanguiano e incluso kafkiano,
segundos previos a que una ola
gigantesca,
tsunami lo llaman unos, karma otros
y venganza certera los que nacieron
bajo el signo de tauro, los barriera de
la faz
de la tierra que nunca debió haberles
pertenecido y a la que accedieron sin
plusvalías ni otra clase de impuestos.
El mar, inmenso mar, deslizó aquella
barca en busca de un nuevo horizonte,
una nueva tierra donde campar a sus
anchas,
todos ellos, los que tenían la sombra
más alargada y los que de mayores
querían
aspirar a volver a ser niños, los que
ensayaban sonrisas ante el espejo
y los que cantaban nanas a los más
pequeños,
los que tocaban fox-trot en pianos
desvencijados en decadentes café-bares
y los que siempre soñaron que el mundo
era redondo, como aquellas canicas
de los juegos de su infancia.
- Un mundo redondo – se dijo para sí
un tripulante apoyado en la balaustrada
de la popa. Y mientras proseguía la
travesía,
derramó una lágrima de ilusión y
quimeras
mientras a su mente le venían ideas de
todos
los colores acerca de cómo sería vivir
una vida
en un mundo así.
Y cerrando los ojos, mientras el mar le
mecía,
lo soñó con una sonrisa de esas que
llevan
el color y la luz de las estrellas al
alumbrar
el camino de los Justos.
(c) Isidro R. Ayestarán - MMXVII