Soldado de juguete atrincherado en
el silencio,
abanderado
por un asfalto que grita en aras
de
la lucha mil veces esperada, dispuesto a
morir
por esa patria llamada vida, paso a paso,
poco
a poco, con esa decisiva coreografía que
propicia
el haber nacido ya llorando.
Ni
las lágrimas ataron la peligrosa
conveniencia
de
la rutina, apuntalada por un día a día
declarado
en estado de ruina, por lo que la meta
se
puso en relieve en un “hacia delante” que sonó
con
la estridencia del tsunami vital del fin del mundo.
Guerra
abierta donde las pompas de jabón
aniquilaron,
en primera instancia,
a
ese ejército de alas negras
que
se arrebataban de su zona de confort para
desmadejar
el ovillo de la amargura
y
la incomprensión, sin tregua ni preludio
alguno
de mortaja definitiva sobre tu semblante.
Tú
tan sólo contabas con el arma poderosa de la voz,
aquella
con la que se adorna el mástil de las seis
cuerdas
afinadas de todo trovador que, a la sombra
de
las estrellas, emerge como un centauro en el desierto
a
la caza de aquellos instantes que se habían perdido
para
siempre: la nada nítida infancia,
el
sinsabor de los primeros amores, los certeros acordes
convertidos
en canción y esas manos alzadas siempre
hacia
lo más hondo de un maltrecho corazón.
Pero
aun con todo lo anterior, o pese a todo lo anterior,
te
supiste alejar del mundo de las marionetas
para
habitar el mundo de esos extraños muñecos de cartón
que
siempre caen con la cara por delante.
Rey
de tu trinchera, soldado de ninguna guerra,
poeta
de mil versos sobre un pentagrama de sentidos,
troquelado
ya en un horizonte donde, al sonar las
trompetas
del armisticio, dejas la sombra de un desnudo
micrófono
que, como tú, como el junco,
“se dobla pero siempre sigue en pie”.
A la memoria de
Juan M. Sánchez - Hubber
(c) Isidro R. Ayestarán, MMXIX