EL CABARET DEL VERSO
ISIDRO R. AYESTARÁN

(c) 2008 - 2020

Abandonado en la puerta de un camerino en un destartalado cabaret, fue educado por siete cómicos de la legua en las más variadas artes escénicas entre libretos teatrales, plumas de vedette, pelucas, tacones de aguja, luces de neón, cuplés, coplas, boleros, marionetas, carromatos, asfalto y un sinfín de desventuras que acabaron por convertirlo en un pseudo-escritor de relatos y poemas que recita por escenarios de más que dudosa reputación junto a los espíritus de Marlene Dietrich, Bette Davis y Sara Montiel, quienes lo acompañan desde niño en sus constantes viajes a ninguna parte.

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TODOS A BORDO



Silencio de ánimas en la trinchera,
baile de banderas blancas a media asta,
luto en las medallas del general
y lágrimas en la del polizón que
embarcó junto a Caronte en su barca.
Los pasos bien medidos incitan
a la ejecución inexorable de los rehenes
mientras en el campo de batalla
Dios riega de una vida a borbotones
a quien adivinó el número de su pie.

No había más reglas que las
previamente descritas, y tras haber
lustrado la barca, Caronte dio por iniciado
el viaje a través de la tormenta.
Se llevó consigo al subsuelo bien
documentado, al refugiado que
acabó atrapado en la red de la mentira,
al desahuciado que acabó en la calle
con un coro cantando música de réquiem,
al reo de poca monta mil veces ajusticiado
que no obtuvo defensa entre tanta toga
de diseño muy bien pagado ni última cena
antes de la visita al paredón de turno,
a los ancianos abandonados a su suerte
entre monjitas, dentaduras postizas
y sopa de sobre, a los que guardaban
respetuosa fila de a uno en la cola del paro
y al político que presentó mociones
de censura en una suerte de tómbola
democrática pactada de antemano.

Viajaron juntos, además, los héroes
que no se leyeron el manual
de instrucciones y los cobardes
matriculados en ciencias infusas,
los que madrugaron para ir a un trabajo
precario y los que nunca quisieron ejercer
de pelotas relamidos por debajo
del ombligo de sus superiores,
las horas extras con nocturnidad y alevosía
y los turnos libres que nunca se respetaron,
los buenos días que nunca obtuvieron respuesta
y los “pase usted primero” rezumando
aroma a machismo nº5.

Sin temor a overbooking cínico, embarcaron
los locos desatados, los titiriteros
que nunca fueron amordazados,
los poetas cabareteros de bastón, chistera
y versos de purpurina y asfalto y los
cantautores ninguneados por las grandes
discográficas, los aspirantes a escritores
que naufragaban en editoriales de autoedición
de cheque en blanco y aquellos otros noveles
que no lograban librería que los pusiera en el
escaparate de sus best-sellers, entre títulos
de mierda redactados por tertulianos televisivos
en programas de mierda y escritos por negros
a los que se les pagaba una mierda.

Y, en fin, Caronte no tuvo piedad
con ninguno de ellos e inició su crucero
infernal mientras en el puerto,
pañuelo blanco en mano,
los despedían entre lágrimas plañideras
y congojas mil veces ensayadas
los dirigentes políticos con bolsillos
cinco tallas por encima de la media,
ministras de mantilla y rosario en mano
que rezaron tres credos por el recuerdo
de los valientes que desplegaban sus alas,
una virgen bien coronada con Medalla al Mérito
del Trabajo incluido y los banqueros millonarios
que se labraron su fortuna con el estiércol
de los números rojos de sus clientes
más desgraciados.

También les dijeron a viva voz
“¡buen viaje!” un nutrido grupo
de oenegés fraudulentas y una asociación
de veteranos del aire que siempre
estaban en las nubes en el día de la banderita,
todo el desfile de las Fuerzas Armadas
y una profusa representación de Jefes de Estado
ataviados con sus mejores galas,
consortes incluidas, claro.

Y, por último, por allí aparecieron
para acentuar la despedida, los verdugos
y los torturadores de los años de la lucha
más clandestina, la policía más corrupta
con traje de gala y las grandes damas
de las grandes obras de la Beneficencia
más abyecta, los periodistas de la infamia
y la mentira y los más doctos expertos en bricolaje,
versados en apretar las clavijas del más pintado.

Pero fue, entonces, en ese preciso instante
de miradas perdidas ante un viaje
a lo desconocido y las de quienes
siempre sostenían la balanza de su lado,
cuando Caronte se quitó la gorra
de capitán de barco, dedicó
un corte de mangas a los alojados
en la ribera del puerto, y todos a una,
tripulantes en esa nave de inocentes olvidados, 
dedicaron una enorme pedorreta
a los que se quedaron en tierra firme,
anonadados, atónitos y sorprendidos
por presenciar todo aquello,
entre surrealista y esperpéntico,
berlanguiano e incluso kafkiano,
segundos previos a que una ola gigantesca,
tsunami lo llaman unos, karma otros
y venganza certera los que nacieron
bajo el signo de tauro, los barriera de la faz
de la tierra que nunca debió haberles
pertenecido y a la que accedieron sin
plusvalías ni otra clase de impuestos.

El mar, inmenso mar, deslizó aquella
barca en busca de un nuevo horizonte,
una nueva tierra donde campar a sus anchas,
todos ellos, los que tenían la sombra
más alargada y los que de mayores querían
aspirar a volver a ser niños, los que
ensayaban sonrisas ante el espejo
y los que cantaban nanas a los más pequeños,
los que tocaban fox-trot en pianos
desvencijados en decadentes café-bares
y los que siempre soñaron que el mundo
era redondo, como aquellas canicas
de los juegos de su infancia.

- Un mundo redondo – se dijo para sí
un tripulante apoyado en la balaustrada
de la popa. Y mientras proseguía la travesía,
derramó una lágrima de ilusión y quimeras
mientras a su mente le venían ideas de todos
los colores acerca de cómo sería vivir una vida
en un mundo así.

Y cerrando los ojos, mientras el mar le mecía,
lo soñó con una sonrisa de esas que llevan
el color y la luz de las estrellas al alumbrar
el camino de los Justos.


(c) Isidro R. Ayestarán - MMXVII