Este es el relato que narré ayer en el Hotel Real de Santander con motivo de la inauguración de las jornadas de Gastroletras, que se desarrollarán a lo largo del mes de abril, mes del libro. Una historia sobre un escritor en ciernes que es testigo de sorprendentes escenas:
Permítanme que les cuente una historia, a fin de cuentas
ese es el objetivo principal de hilvanar letras, aunque sea entre plato y
plato, como el evento que nos ocupa en el día de hoy, esta jornada de Gastroletras como tributo no sólo a
Galdós, sino también a Concha Espina, José María de Pereda, el Beato de
Liébana, don Miguel de Cervantes y Saavedra y el amigo Hemingway, quien aparte
de narrar muy bien diversos tipos de historias, además sabía de vida y de noche
como el que más.
Todos ellos nombres ilustres dentro del plano literario,
grandes personalidades… como las que pululaban por el Gran Hotel donde se
desarrolla la historia de la que les hablaba al principio. Un hotel como este, lleno
de alma y de vivencias donde también se dio cobijo a grandes nombres de la
Historia: realeza, burguesía, gente de la industria del cine, la alta sociedad
y la baja (que siempre hubo quien le hincó el diente a eso de acumular ceros y
apellidos en su cuenta bancaria o en su documento nacional de identidad). Estoy
seguro de que entre las cuatro paredes de ese Gran Hotel, como en este donde
nos encontramos hoy, se idearon los planos de enormes y fastuosos edificios, se
crearon las partituras de enormes epopeyas líricas, se diseñaron suntuosos
vestidos de novia para princesas de cuento y hasta se escribieron los diálogos
más famosos de aquellas viejas películas que ni el cinemascope podía ocultar su
esencia a naftalina y trucos de los de antes (de los de ahora, mejor no hablo).
E, incluso, se escribieron capítulos enteros de aquellas inolvidables obras
literarias que todos conocemos hoy día. Por sus habitaciones desfilaron todos
ellos. Compositores, actores, bailarines, cantantes, científicos, poetas
laureados, algún que otro Premio Nobel con la querida de turno… y el protagonista
de nuestra historia. Un escritor que, pese a gozar de unas vistas envidiables
desde la balconada de su suite, sufría la peor de las pesadillas para un autor:
la crisis de la página en blanco.
No importa la época en que se desarrolla la historia.
Podría haber ocurrido a finales del diecinueve como hace cinco minutos. El caso
es que ya desde por la mañana, casi al amanecer, las pelotas de papel arrugado
asfaltaban el alfombrado de la habitación; el cenicero yacía atestado de
colillas; el mueble bar había sido literalmente asaltado; todo el decorado daba
idea de un enorme caos autodestructivo. Y hasta a Lisardo, el encargado del
servicio de habitaciones, le albergaba la duda de que aquel extraño y
desquiciado huésped estuviera realmente en sus cabales, máxime cuando a primera
hora de la mañana, sin casi tiempo a golpear levemente la puerta de la
habitación con sus enguantados nudillos, un auténtico huracán de metro setenta
y tres, envuelto en una bata blanca y descalzo, salió de la habitación en
dirección a ninguna parte, a una velocidad que ningún radar pudo registrar, y
eso que doña Casilda Montenegro, Dama de Compañía de una adinerada familia de
banqueros, cotilla oficial y metomentodo por devoción, ocupaba la habitación
contigua.
Y en eso, mientras la mayoría de los huéspedes dormía
plácidamente la mañana, reposaba la noche bohemia o, en algún que otro caso,
lidiaba por disimular con toses y aspavientos determinados ruidos propios del
esfuerzo humano, la gran cristalera que daba al balcón principal, con balaustre
de mármol y demás lindezas arquitectónicas, se abrió de par en par con sonoro
estruendo enviando a los cristales labrados que la decoraban a un periplo en dirección a una lejana, muy
lejana galaxia. Y como ese silencio mortuorio que se instala previamente a una
gran catástrofe, también en ese mismo momento el reloj de la vida se detuvo
unas décimas de segundo antes de que se produjera el Gran Estallido, así, en
mayúsculas, como lo utilizaron los titulares de todos los periódicos que se
hicieron eco de semejante acontecimiento histriónico en el Gran Hotel en
aquella mañana que, ingenuamente, se la prometía tranquila y sosegada.
Un grito atroz y nada solidario con la hora que marcaba
el reloj salió del interior de nuestro protagonista para susto y cuasi infarto
de Lisardo, el encargado del servicio de habitaciones, quien había ido a la
carrera tras el desquiciado personaje de la bata blanca por si fuera necesario
el empleo de sus escasos conocimientos en pelea personal para lograr aplacar
semejante muestra de vendaval humano.
– ¿Dónde moráis, malditas arpías? – fueron las palabras
que todo el mundo entendió en un radio kilométrico que oscilaba entre Faro
Mayor, a la vuelta de la esquina del Gran Hotel, y el puerto de Tarifa - ¿Por
qué? ¿Por qué me habéis abandonado, musas del demonio?
Era tal la furia y el revoltijo consigo mismo de aquel
extraño huésped, que Lisardo, haciendo mutis por el foro, se dio la media
vuelta en busca del gerente del Gran Hotel, de los Cuerpos de Fuerza y Seguridad
del Estado, los Tres Ejércitos y de hasta don Melquiades de la Benigna Concha,
quien, pese a no ejercer profesionalmente con uniforme alguno, cuando abría la
boca para dialogar, hasta las piedras lograban entenderse entre ellas.
Y en eso, de nuevo se instaló el silencio en el balcón
principal del Gran Hotel. Nuestro protagonista, con la cabeza escondida entre
sus manos, que parecían agarrotarlo de tal manera que ni hasta lo más íntimo
podría escaparse de entre sus dedos, notó una suave brisa deslizándose por
entre la parte baja de su bata blanca. Luego, una mano se posó sobre su hombro
derecho de manera contundente.
– ¿Lo ves, querido Sancho? – dijo una voz a su espalda,
con tono grave, frío, a lo Fernán Gómez – No era el repiqueteo de un aspa de molino
de viento, sino el alarido estruendoso de un gigante en apuros.
– Déjate de milongas, Triste Figura – soltó otra voz, más
cálida y afable que la anterior – Que yo soy el último postre en esta historia
y el pestiño aún no está ni ideado por el gran chef.
Poco a poco, mientras las dos voces seguían dialogando a
dúo, nuestro escritor en apuros fue desembarazándose de su férrea máscara de
diez dedos, y lentamente, con una coreografía entre temerosa y curiosa, se dio
la media vuelta para mirar a los ojos a sus extraños interlocutores.
Pero allí, en el balcón principal, ya no había nadie. Sus
ojos, escondidos tras horas interminables ante la hoja en blanco, se abrieron
de norte a sur previo paso por el este y el oeste, pero nada. Sólo una densa
niebla ocupaba un área considerable de la balconada. Y la brisa también, que
seguía jugueteando de manera pícara con su bata blanca, bordeando casi
delictivamente la frontera entre lo permisible a los ojos de grandes y decentes
damas y la sordidez visual de un extraño personaje que, vistiendo de frac,
apareció de entre la niebla, sentado ante un enorme piano de cola mientras sus
dedos se deslizaban mágicamente por las teclas dando vida a una melodía
juguetona.
– Buenos días, caballero – le dijo sin dejar de pestañear
los dedos.
Al mismo tiempo, aparecieron varios niños vestidos con
traje marinerito de Primera Comunión, dando brincos y haciendo girar un enorme
aro adornado con banderas del arco iris, arremolinándose junto a un trío
curioso de adultos que jugaban a la comba. En un extremo, un hombre cano, de
poblados bigotes y perilla, ponía verdadero ahínco en el movimiento de su
muñeca derecha, casi a la par que su oponente al otro lado de la cuerda, una
vieja dama con pelo a lo fregona de tiras de microfibra haciendo juego con
Cayetana de Alba, quien ponía verdadero interés en ir más rápido que su
contrario.
– ¡¡Venga, Chemari!! – decía ella – Que no se diga, que
soy mayor que tú. ¡¡Más rápido!! ¡¡Arriba!! ¡¡Peñas arriba!!
El hombre, ya visiblemente fatigado tras unos segundos de
frenética actividad, cesó en su tarea y se tomó su tiempo para responderle.
– Mire usted, doña María Concepción Jesusa Basilisa, que
nuestro menester es muy distinto a este, que lo de tirar de comba para que este
otro papanatas brinque hacia lo alto, está muy lejos de nuestras tareas
literarias. Y ya sabe usted, zapatero a tus zapatos…
Y efectivamente. Sin dar crédito a lo que había delante
de sus ojos, y mientras intentaba poner orden en su bata blanca para que la
brisa no siguiera haciendo de las suyas, nuestro escritor en apuros, entre el
estupor del sueño o la pesadilla más surrealista, tenía ante sí a don José
María Pereda y a doña Concha Espina, insignes literatos donde los haya, dándole
al juego de la comba mientras en el centro de tan improbable como alocada
escena se encontraba una especie de monje ataviado con un hábito multicolor de
cuya parte trasera despuntaban dos inmensas alas negras. Con los brazos en
jarras por el cese del juego, miró directamente a los ojos al personaje de la
bata blanca y le dijo:
– Permítame que le hable a mi manera, oiga, pero mi
lengua y mi atavío no son de esta época, que soy docto y erudito desde hace
siglos, que mi obra está muy por encima de la de muchos premiados con el
Planeta y el Nadal, y que he sido secuestrado por estos dos pelmazos que pugnan
por el mejor monumento en unos jardines destartalados para hacerle saber que
así, como usted se comporta, lo único que logrará es abonar páginas en blanco
sin ninguna letra en relieve con que adornar las mentes ávidas de historias y
personajes. He dicho.
Y así, después de que doña Concha Espina le saludara con
una sonrisa de oreja a oreja a la par que don José María Pereda le hacía un
gesto de ánimo con la mano que le quedaba libre, continuaron con el juego de la
comba mientras el monje, en uno de los saltos, alzó el vuelo para volar alto,
muy alto, muy alto…
– Son como niños – dijo otra voz a su espalda mientras
los de Primera Comunión jugueteaban por el jardín del Gran Hotel.
Al fondo, bajo el ramaje de un frondoso árbol, un hombre
de rostro amable le saludaba con la mano mientras le señalaba al grupo de
niños.
– Y se lo digo yo, que aparte de hombre de letras también
fui diputado en Cortes – prosiguió otro que no era sino el mismísimo don Benito
Pérez Galdós – ¡¡Marianito!! ¡¡Pedrito!! ¡¡Pablito!! ¡¡Albertito!! No molestéis
a este señor y comportaros como debéis. ¡¡Que sois el absurdo del mundo entero,
caramba!!
Los críos, que vistos más de cerca no lo eran tanto pese
a los pantalones cortos que llevaban, se alejaron jardín abajo, dejando atrás a
los del juego de la comba, contrariados por el vuelo del monje y absortos, en
ese preciso instante, en una trifulca que se originaba pocos metros más allá,
donde dos mujeres se enzarzaban en una bronca verbal que acabó con tirones de
pelos, arañazos, bofetadas y demás lindezas nada propias del género que
poseían.
– Y estas dos no aprenden – dijo Galdós levantándose de
su asiento con aire circunspecto – En mala hora las hice protagonistas de nada.
Y tal y como apareció, desapareció.
Y de entre la densa niebla que volvió a hacer acto de
presencia, nuestro perplejo hombre, que no se recuperaba de una cuando se
encontraba con otra, se vio rodeado por una morena y una rubia, hijas del
pueblo de Madrid, la una como metáfora de corral y gallinero, la otra, chica de
prendas excelentes, modestita, delicada, cariñosa y bonita. Las dos, en pleno
combate a la usanza de las pescadoras más afamadas de nuestro Puertochico
santanderino.
Por lo que pudo escuchar de las palabras de la una hacia
la otra, pues eran más las onomatopeyas de los golpes que los vocablos
esculpidos en sus carnosos labios, se disputaban el orden de aparición en un
menú gastronómico como homenaje al mundo de las letras. La morena tenía las de
ganar, pues aparentaba más de pueblo llano que señorita de postín, como la
rubia, pese a que ésta gritaba más histriónicamente que la morena, pues de
histerismos sabía más que de palabras, palabrotas y demás ciclones verbales que
la morena.
– Yo apuesto por la de pelo oscuro – dijo una voz a su
espalda – Y tiene razón en lo que dice. Como entrante caliente no tiene precio,
aunque solo sea por el temperamento que se gasta la tía.
Un hombre de amplia sonrisa, barba cana, jersey de cuello
alto, copa en mano y cigarrillo en la comisura de los labios, parecía disfrutar
de la pelea.
– Por cierto, un consejo – le dijo mirándole a los ojos
una vez que nuestro atónito personaje se giró para ver quien le hablaba en ese
momento de apasionante combate femenino – Ya que busca hasta la desesperación
el que las musas hagan acto de presencia en su insistente devenir por el mundo
de las letras, intente que cuando aparezcan, si lo hacen, ya que muchas de
ellas se jactan de ser disolutas y atolondradas, le pillen a usted trabajando.
– ¿Cómo dice usted? – acertó a decir el escritor en
ciernes.
El hombre de la barba blanca soltó una carcajada, volvió
la vista hacia las dos mujeres que se peleaban de lo lindo, ahora con sus
respectivos mantones, y tras gritar un “ánimo, Fortunata, que tú eres de las
mías”, volvió a mirarle a los ojos.
– Así da gusto pasearse por esta España que tanto añoro.
Y ahora, caballero – le dijo mirando su reloj de pulsera – me tengo que dar un
garbeo por la plaza de toros, que la ginebra por estos lares es escasa, que en
esta historia no soy más que el prepostre y que tengo a Ava Gardner esperándome
fuera para irnos a correr una juerga como mandan los cánones. Ahora le toca a
usted seguir con la historia. Palabra de Pulitzer y Nobel.
Y dicho esto, chasqueó fuertemente los dedos.
La suite del Gran Hotel amanecía con el día. Los primeros
rayos de sol se filtraban por la persiana del ventanal. Al fondo, la cama
estaba como cuando entró por primera vez, perfectamente hecha, con su colcha a
juego con el color de la pared y los cojines que la adornaban.
Y él se encontraba en la misma postura que desde hacía
horas, esculpiendo letras, como él llamaba a su ejercicio constante y
disciplinado ante un buen montón de folios en blanco.
Se oyeron unos leves toques en la puerta de la suite, y
tras la orden, Lisardo, el encargado del servicio de habitaciones, entró de
manera silenciosa y depositó un papel sobre la mesa donde él se encontraba
escribiendo.
– La minuta del día, señor – le dijo.
Luego, abandonó la habitación.
Tras unos minutos, depositó sobre la mesa el bolígrafo de
oro que le había regalado su madre cuando cumplió los dieciocho años, contempló
lo que había escrito, esbozó una leve sonrisa y, satisfecho, se recostó sobre
el respaldo de la silla. Dirigió la mirada hacia el amanecer y tras permanecer pensativo
unos segundos, desvió su atención hacia la minuta que le habían dejado sobre la
mesa.
Sonrió divertido por la ocurrencia de denominar a cada
plato con el nombre de un escritor o un personaje literario, y decidido, se
dirigió hacia el cuarto de baño para comenzar el día con una buena ducha y una
buena comida.
Tras una buena historia labrada con tesón sobre una hoja
en blanco, le quedaba la satisfacción de poder decirse a sí mismo:
– Hoy va a ser un gran día.
Felices letras, y buen provecho
(c) Isidro R. Ayestarán, 2016