EL CABARET DEL VERSO
ISIDRO R. AYESTARÁN

(c) 2008 - 2020

Abandonado en la puerta de un camerino en un destartalado cabaret, fue educado por siete cómicos de la legua en las más variadas artes escénicas entre libretos teatrales, plumas de vedette, pelucas, tacones de aguja, luces de neón, cuplés, coplas, boleros, marionetas, carromatos, asfalto y un sinfín de desventuras que acabaron por convertirlo en un pseudo-escritor de relatos y poemas que recita por escenarios de más que dudosa reputación junto a los espíritus de Marlene Dietrich, Bette Davis y Sara Montiel, quienes lo acompañan desde niño en sus constantes viajes a ninguna parte.

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UN GRITO DE AUXILIO PERDIDO EN LA INMENSIDAD DEL UNIVERSO



Al principio del cuento hay una pasarela
de cemento vestida con el sol del amanecer,
bebiéndose a borbotones el agua del rocío
de la mañana y calzada con los primeros
pasos rutinarios y hastiados hacia
el centro de trabajo.  Un coro de violines
es arrastrado por el viento, como la hoja
de otoño que vuela, a pie de asfalto,
hacia el charco más farragoso de la historia
de todos los charcos, y la música ratonera
y desafinada a la hora de marcar el inicio
de la jornada es el prólogo para el amansamiento
del rebaño de ovejas.
                                     
Los columpios de antaño se mecen vacíos
de alma y en las trincheras queda lejos
el sonido del gramófono donde se ralla a
diario el viejo himno de “a la zapatilla por
detrás, tris, tras”.  Las infantiles carcajadas
van perdiéndose en el fondo del pozo negro
al tiempo que el aullido del lobo marca la diferencia
en que uno, a golpes, a infortunios, se convierte
en muñeco adulto, y el circo desteñido de nuestra
infancia se atavía de blanco y negro con la nariz
de payaso vistiendo luto riguroso.

Después de la lluvia sólo resta caminar
entre las lágrimas de las nubes, que se
vertieron sobre las banderas a media asta
con que se engalanaban los balcones desnudos
de discursos, despojados de manos ancianas
que ansían un regreso, un reencuentro con
otras manos, herederas suyas, antaño armas
mortíferas para las caricias en un mundo
lejano donde la reina era la señora primavera.

En la cabecera de la manifestación no hay
pancartas, ni frases publicitarias, ni silbatos,
ni batucadas que deriven en tambores de guerra;
delante de todos camina un niño sin habla,
con las palmas de las manos bien visibles,
como si fuera el último vestigio de los caballeros
andantes velando sus armas durante la noche…
Y otros niños van sumándose después,
también sin articular palabra alguna, hasta
formar todos ellos un grupo compacto
durante un minuto de silencio.

La música del crepúsculo entristece
a las estrellas, acalla las esperanzas puestas
al comenzar el sueño, y el sonido
de los tanques son el preludio certero
para una nueva hazaña bélica mientras,
por la puerta principal de una capilla,
sale ya el desfile de las mariposas negras
incapaces de alzar ningún vuelo.

El tiempo pasa muy lento, con ese vértigo
que propicia el miedo, el martillear insomne
del destino, lo quebradizo de las decepciones
y el llanto apagado, el sonido de un tren
que se escucha a lo lejos, el despertarse en
mitad de la noche sin un cuerpo a tu lado,
sin un abrazo compartido. Con ese miedo – insisto –
con que se coloca ante el micrófono un coro
de voces amordazadas ahogado por un grito
de auxilio perdido en la inmensidad del universo.


(c) Isidro R. Ayestarán - MMXIX