Lloró Dios al despuntar la aurora,
al desmadejar el ovillo del desaliento
y comprobar que, unánimes,
el dolor y la soledad se troquelaban
en el horizonte nocturno de la vida.
La noria de su silencio
se quedó sin tickets de entrada
y un nuevo aviso de bomba desarmó
el puzle no apto para menores de cinco años.
Vio Dios lo que había creado,
lo desteñido de su nombre
y lo desangelado de su entorno.
El mar ya no era azul, sino rojo.
El árbol, verde en primavera,
se tornó desnudo inmortal en un
otoño sin fecha de caducidad.
El invierno fue el único que
permaneció frío y glacial,
envolviendo al verano hasta
agotar su identidad. Y la torre de babel,
cada vez más alta, imponía el idioma
de la incomprensión a base de tiros en la nuca
y éxodos rutinarios hacia la solución última
en una frontera que había que adivinar.
Despuntó la aurora,
lloró Dios, y mudo,
optó por el suicidio.
(c) Isidro R. Ayestarán
SILENTIUM.
MMXVII