EL CABARET DEL VERSO
ISIDRO R. AYESTARÁN

(c) 2008 - 2020

Abandonado en la puerta de un camerino en un destartalado cabaret, fue educado por siete cómicos de la legua en las más variadas artes escénicas entre libretos teatrales, plumas de vedette, pelucas, tacones de aguja, luces de neón, cuplés, coplas, boleros, marionetas, carromatos, asfalto y un sinfín de desventuras que acabaron por convertirlo en un pseudo-escritor de relatos y poemas que recita por escenarios de más que dudosa reputación junto a los espíritus de Marlene Dietrich, Bette Davis y Sara Montiel, quienes lo acompañan desde niño en sus constantes viajes a ninguna parte.

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MARIPOSA NEGRA



Eras la persona más frágil que había visto en mi vida, agazapado bajo las escaleras, con tus ojos resaltados en negro, con tu cuerpo resquebrajado como un cristal hecho añicos, apenas vestido y con aquellas alas oscuras que llevabas a la espalda, como si vinieras de una representación teatral de la que te hubieran echado a patadas sin tiempo para poder cambiarte. O quizá eras una aparición en uno de mis constantes sueños en los que me recreo cuando estoy despierta. No sé. Te vi, me miraste, y no dijimos nada.
Te perdiste entre la gente en algún momento de la noche, en el preciso instante en que volví a pensar en ti, miré bajo las escaleras, y ya no estabas. Y por alguna poderosa razón, me sentí como aquellas mujeres de la noche que pueblan las estaciones solitarias de tren sabiendo que han dejado escapar el último momento de su vida para llegar a ser felices.
Me desembaracé de mi grupo y te busqué por cada uno de los rincones, como queriendo asegurarme de que no habías sido fruto de mi imaginación o, como deseando con todas mis fuerzas que fuera cierto, un impulso certero de uno de los latidos que pueblan y dan vida a mi corazón.
Y corrí, corrí rauda por toda la sala, por cada uno de sus recovecos, sus salas vip, sus rincones oscuros, sus sofás de cuero donde se desmayaban los cuerpos decadentes, exhaustos y plenos de alcohol y efusión artificial; pregunté por ti a quien pudiera responderme, a quien pudiera encauzarme en aquella búsqueda que mezclaba la desesperación por no hallarte de nuevo con el miedo o la inseguridad a adentrarme en un terreno inhóspito y extraño.
Pero no te encontré. Y todos me miraron como a una loca, riendo divertidos sobre el escenario de ese peculiar mundo de fantasía que me había inventado para sentirme viva de nuevo.
Ya en el cuarto de baño, ante el espejo que me devolvía una imagen de angustia y terror, lloré y confundí mis lágrimas sinceras con el sonido del agua que desaparecía por el desagüe.
Y fue entonces cuando te vi de nuevo, cuando supe que eras tú por ese brillo apagado, como de tarde de otoño, que delató tu identidad de solitario nocturno. Te habías quitado el maquillaje de los ojos, te habías puesto una camiseta blanca y estabas guardando las alas negras en una mochila casi deshilachada.
Nos sonreímos, nos devolvimos la mirada, y lentamente te acercaste hacia mí. No dijiste nada, me tendiste la mano, y al tiempo que recogías todo tu mundo, reducido a aquella ruinosa maleta de tela, me sacaste de aquel lugar con la cadencia de un adagio, como aquellos bailes lentos que se deseaban en las discotecas de mi juventud tras la música atronadora. Y así, como una pareja de baile perfectamente sincronizada, en la calle volviste a sonreírme antes de comenzar a recorrer un sendero de silencios y miradas a través del boulevard que nos llevaría a la playa.

Eras la persona más triste que había visto en mi vida. Allí, encogido de manera casi fetal, con tu maquillaje negro cubriéndote por completo los ojos, y con un surco reciente de lágrimas en tu mirada dormida. Pero no quise despertarla, porque rompería el idilio de aquel mágico instante de la primera vez. Pero para entonces, y tras escuchar en silencio cada uno de los latidos de mi corazón, ya sabía que tenía que estar a tu lado el resto de mi vida.

Mientras escuchábamos el sonido del oleaje, en aquella playa nocturna con atmósfera de invierno, me confesaste que estabas solo en el mundo, incapaz de entender la lengua extraña de los que no creen en el amor; que tu caminar errante por el mundo como mimo, sólo te había servido para incomunicarte aún más con la gente, a la que mirabas a los ojos en el momento en que depositaban una moneda en el interior de tu desmadejada mochila, y que las veces que habías fundido tu cuerpo con el de alguna amante furtiva, ésta se había resquebrajado entre tus manos como una muñequita de porcelana.
Y me hablaste también de la luz de las estrellas, que iluminaban tu mirada de una manera especial aquella noche, y de lo que sentías al notar la brisa del mar en tu rostro, de lo que percibías en los semblantes de las gentes que habitaban las ciudades que visitabas mientras paseabas por sus grandes avenidas, lo que observabas cuando te sentabas solo en alguna mesa de algún local de copas… Y de cómo, a medida que callabas tus palabras, tus ojos se pintaban de un negro más oscuro cada vez.

Eras la persona más cautivadora de cuantos había conocido en mi vida. Y allí estabas, con tu atuendo de Mariposa Negra, con tus alas desplegadas al son de la brisa marina, como una estatua nocturna alumbrada por la luz de la luna, representando a tu personaje en exclusiva para mí, con tu frágil cuerpo semidesnudo en paralelo a tus alas, que por un momento parecía que iban a coger el vuelo y alzarte hacia algún rincón lejano entre tus adoradas estrellas.
Con una sonrisa, me acerqué lentamente, a semejanza de todos aquellos que lo hicieron antes que yo, pero sin la firmeza y la convicción de unos sentimientos que ya albergaban de manera sincera en mi interior. Y decidida, en vez de arrojar una moneda a tu mochila, lo que hice fue darte un beso sincero en los labios. Sólo uno, labio con labio, tus ojos negros y los míos cerrados, y dos corazones que latían al mismo ritmo en aquel preciso instante en que ya nada nos separaría jamás.
– ¿Quieres ser mi novia para toda la vida? – me preguntaste.

Es curioso el lenguaje de las miradas apagadas a lo largo de una autopista de asfalto, sin ningún objetivo claro ni meta alguna en el caminar diario y rutinario de unos cuerpos abandonados al desolador horizonte de una vida gris. Ahora lo sé. Ahora lo entiendo. Entre todos ellos, yo parezco la extraña, la mariposa perdida que vuela solitaria sobre un bosque de encinas y robles de cemento. Pero tú te encuentras al final de mi camino, irradiando una mágica luz en el centro de la plaza donde te has situado para encarnar a tu personaje silencioso. Y me desprendo de la aspereza del mutismo de estos habitantes raros para acercarme a ti, esperar unos minutos a tu lado, que bajes del pedestal en el que te has subido en esta mañana de domingo, cogernos de la mano, y perdernos hasta llegar a otro rincón donde dar vida a tu Mariposa Negra. Pero juntos. Perdernos juntos…

Eras la persona que estaba predestinada a ser quien diera luz y vida a mi mundo.
Lo supe aquella noche en que huías del desaliento bajo las escaleras de aquel lugar decadente donde nos conocimos, con aquellas alas oscuras aún en tu espalda, con tus ojos pintados de negro y el surco de una lágrima recorriendo tu rostro.
Y lo sé también ahora, cuando te despierto del sueño con un beso en los labios mientras esperamos en una estación de tren, ahora repleta de gente, para irnos y seguir aferrados el uno con el otro en cualquier parte del mundo donde no nos importe más que el estar juntos, sin más luz ni más color que el de nuestra mirada.

Y mirándote a los ojos, te dedico una sonrisa, como hice aquella noche en la playa, cuando tú me hiciste una pregunta que no necesitaba respuesta.
(c) ISIDRO R. AYESTARAN, 2009
fotografía original de Olga Yugov