EL CABARET DEL VERSO
ISIDRO R. AYESTARÁN

(c) 2008 - 2020

Abandonado en la puerta de un camerino en un destartalado cabaret, fue educado por siete cómicos de la legua en las más variadas artes escénicas entre libretos teatrales, plumas de vedette, pelucas, tacones de aguja, luces de neón, cuplés, coplas, boleros, marionetas, carromatos, asfalto y un sinfín de desventuras que acabaron por convertirlo en un pseudo-escritor de relatos y poemas que recita por escenarios de más que dudosa reputación junto a los espíritus de Marlene Dietrich, Bette Davis y Sara Montiel, quienes lo acompañan desde niño en sus constantes viajes a ninguna parte.

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LA SIRENA DE LA CALLE CUBO (versos nocturnos)


Se la podía ver todas las mañanas por los aledaños de la calle Cubo, junto a las bolsas de plástico donde llevaba todas sus pertenencias, con la mirada perdida en su recuerdo y su pasado, un sempiterno cigarrillo en la comisura de los labios, y silencio. Siempre rodeada de silencio.
Dicen, quienes llegaron a conocerla en sus buenos tiempos, que había sido la musa de un poeta torturado y decadente, maldito en sus escritos y reflejo de la tristeza de muchos. Un pigmalión oscuro, cuyo único éxito había sido el haber creado al personaje por el que aquella vagabunda sería siempre recordada: "La sirena de la calle Cubo"... Superando a la persona, devorando a su creador, instalándose en la memoria de los escritores melancólicos en los cafés de luces oscuras y pianola como música de fondo.

Los cinéfilos la comparaban con la gitana de "Sed de mal"; los intelectuales, con la musa de Dante o Leonardo; los compositores realizaban sus "nocturnos" a partir de los versos que ella había inspirado; los transformistas la imitaban sobre los escenarios, ante miradas atónitas que naufragaban entre copas sucias y alientos jadeantes.

Pero el recuerdo se hizo silencio con los años, a partir de la muerte de su poeta, que la había abandonado tras haberle prometido un amor eterno envuelto en mil caricias. Un poeta yacente, sobre la superficie de la bahía, cuyo cuerpo flotaba junto a sus últimos versos incompletos:

"El cielo no me ha dejado que te demuestre lo mucho que tú fuiste para mí/ mi aurora boreal, mi todo y mi sueño de amor/ mi inspiración eterna/ mi mejor poema".

El agua que acabó con su mentor, empapó su mirada y su voz hasta la melancolía y la afonía. Tuvo un perrillo al que paseaba de noche por los jardines Pereda, con una mirada de reojo hacia ese paseo martítimo, y muchos gatos en su última habitación alquilada. Fue desahuciada por caseros y médicos, por amigos y admiradores que huían de esa persona estrafalaria que paseaba todo su mundo en bolsas de plástico por toda la ciudad. Ignorada por todos, menos por un joven poeta que, llorando un amor perdido por esos mismos jardines, reconoció en aquella mirada silenciosa a la musa por excelencia de sus versos favoritos.

- Tú eres "la sirena de la calle Cubo" - le dijo.

- ¿Y tú? Otra alma errante que camina sobre lágrimas sin sostenerse apenas - le contestó ella mirando hacia el vacío de sus ojos.

Y ante dos copas en un local de madrugada, se contaron sus desamores y sus fracasos, el tiempo que hacía que nadie les dedicadaba una sonrisa, o cómo el cero a la izquierda llevaba sus nombres y apellidos.

"La sirena de la calle Cubo" murió esa noche, en la cama del poeta, en el lado que él reservaba a su recuerdo y a esa personita especial que había desaparecido recientemente de su vida. Y él, contemplando esos ojos abiertos aún posados en su recuerdo y su silencio, musitó unas breves palabras antes de besarla en los labios:

"El cielo me está dando la razón ahora, mientras mi cuerpo se hunde la bahía; su luz, entre las nubes, me dice que por fin ha entendido el inmenso amor que yo sentí por ti".

Y a partir de esa noche, sólo quedó la brisa sobre el mar...

"Buenas noches, princesa".


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