Al principio del cuento hay una
pasarela
de cemento vestida con el sol del
amanecer,
bebiéndose a borbotones el agua del
rocío
de la mañana y calzada con los primeros
pasos rutinarios y hastiados hacia
el centro de trabajo. Un coro de violines
es arrastrado por el viento, como la
hoja
de otoño que vuela, a pie de asfalto,
hacia el charco más farragoso de la
historia
de todos los charcos, y la música
ratonera
y desafinada a la hora de marcar el
inicio
de la jornada es el prólogo para el
amansamiento
del rebaño de ovejas.
Los columpios de antaño se mecen vacíos
de alma y en las trincheras queda lejos
el sonido del gramófono donde se ralla
a
diario el viejo himno de “a la
zapatilla por
detrás, tris, tras”. Las infantiles carcajadas
van perdiéndose en el fondo del pozo
negro
al tiempo que el aullido del lobo marca
la diferencia
en que uno, a golpes, a infortunios, se
convierte
en muñeco adulto, y el circo desteñido
de nuestra
infancia se atavía de blanco y negro
con la nariz
de payaso vistiendo luto riguroso.
Después de la lluvia sólo resta caminar
entre las lágrimas de las nubes, que se
vertieron sobre las banderas a media
asta
con que se engalanaban los balcones
desnudos
de discursos, despojados de manos
ancianas
que ansían un regreso, un reencuentro
con
otras manos, herederas suyas, antaño
armas
mortíferas para las caricias en un
mundo
lejano donde la reina era la señora
primavera.
En la cabecera de la manifestación no
hay
pancartas, ni frases publicitarias, ni
silbatos,
ni batucadas que deriven en tambores de
guerra;
delante de todos camina un niño sin
habla,
con las palmas de las manos bien
visibles,
como si fuera el último vestigio de los
caballeros
andantes velando sus armas durante la
noche…
Y otros niños van sumándose después,
también sin articular palabra alguna,
hasta
formar todos ellos un grupo compacto
durante un minuto de silencio.
La música del crepúsculo entristece
a las estrellas, acalla las esperanzas
puestas
al comenzar el sueño, y el sonido
de los tanques son el preludio certero
para una nueva hazaña bélica mientras,
por la puerta principal de una capilla,
sale ya el desfile de las mariposas
negras
incapaces de alzar ningún vuelo.
El tiempo pasa muy lento, con ese
vértigo
que propicia el miedo, el martillear
insomne
del destino, lo quebradizo de las
decepciones
y el llanto apagado, el sonido de un
tren
que se escucha a lo lejos, el
despertarse en
mitad de la noche sin un cuerpo a tu
lado,
sin un abrazo compartido. Con ese miedo
– insisto –
con que se coloca ante el micrófono un
coro
de voces amordazadas ahogado por un grito
de auxilio perdido en la inmensidad del
universo.
(c) Isidro R. Ayestarán
para (Tango Crepuscular)