"Antes de expirar el último aliento de fuerza"
EL CABARET DEL VERSO
ISIDRO R. AYESTARÁN
(c) 2008 - 2020
ISIDRO R. AYESTARÁN
(c) 2008 - 2020
Abandonado en la puerta de un camerino en un destartalado cabaret, fue educado por siete cómicos de la legua en las más variadas artes escénicas entre libretos teatrales, plumas de vedette, pelucas, tacones de aguja, luces de neón, cuplés, coplas, boleros, marionetas, carromatos, asfalto y un sinfín de desventuras que acabaron por convertirlo en un pseudo-escritor de relatos y poemas que recita por escenarios de más que dudosa reputación junto a los espíritus de Marlene Dietrich, Bette Davis y Sara Montiel, quienes lo acompañan desde niño en sus constantes viajes a ninguna parte.
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"Antes de expirar el último aliento de fuerza"
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COMO LÁGRIMAS EN LA LLUVIA (poema para la Acción Poética por las Personas Refugiadas - Santander)
COMO LÁGRIMAS EN LA
LLUVIA
He visto océanos teñidos de amargura,
de espuma blanca golpeándoles en la vida,
de rabia que grita cual relámpago
previo a la tormenta.
He visto buitres con alas
blandiendo coreografías de estado,
himnos sinfónicos que hablaban
de los ninguneados,
siluetas huérfanas
de sombra y de alma,
banderas ondeando en el hipocentro
de mil tornados.
He visto, con agua en la mirada,
a niños fundiéndose
en el centro de una pancarta,
deshilachada por falta de una mano tendida,
como se abandona a su suerte un galgo tras una cacería,
como se confunde la lágrima en la lluvia
antes de expirar el último aliento de fuerza.
(c) Isidro R. Ayestarán, MMXVI
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relato BOLEROS DE CONVENTO
BOLEROS
DE CONVENTO
©
Isidro R. Ayestarán - MMXVI
Uno
se despide, insensiblemente,
de
pequeñas cosas, lo mismo que un árbol
que
en tiempos de otoño se queda sin hojas…
La guitarra inicia su llanto con un acorde desgarrador al
tiempo que la voz rota asoma, como despunta el día un lunes de lluvia, trémula
e inquieta, acentuando aún más la soledad y tristeza de la casi desnuda
habitación, haciendo juego con esa sensación de despedida que se logra en los
tiempos previos a una mudanza. Las cajas de cartón apiladas por los rincones,
repletas de libros y papeles, son ahora el resumen de todo lo que se vivió en
los cuatro puntos cardinales de la estancia; las paredes, mudas de color y
sensaciones, quedan resaltadas por el cerco que evidencia un tiempo lejano
donde colgaban fotografías e ilustraciones sacras; los recuerdos, sin papeleta
de embargo, sin opción a despedida, continúan en pie, en forma de vivencia, de
anécdota, de sentimiento, en un constante vuelo por toda la atmósfera del
lugar, flotando al son de la brisa de una memoria que no se permite sacar
billete tan sólo de ida, retornando a lo más hondo del corazón de Sor Águeda,
estática ante la ventana del despacho, con la mirada perdida en algún lugar de
la letra del bolero que suena en el viejo tocadiscos que, como ella, aún se
resiste a abandonar su sitio de costumbre, bajo un crucifijo de madera vestido
tan sólo por un rosario de cuentas negras y junto a un desvencijado almanaque
con la imagen de una cupletista de los años treinta donde se resalta, en la única
página que queda ya con vida, como una gran losa de mármol, el número veinte
rodeado por un enorme círculo negro, haciendo juego con el color del hábito de
la anciana monja y con ese constante nudo en la garganta que se ha apoderado de
ella desde que se iniciara el tema musical.
Y lastimeramente, como el quejido de la voz de la
cantante, sin soñar con el regreso, constatando que hasta a las más simples
cosas se las lleva el viento, una lágrima aparece en el semblante de Sor Águeda
a juego con cualquier flor seca y marchita de un previo otoño, como si formara
parte de la banda sonora de inquietud y melancolía que se escucha en el
semblante de los que aguardan, en el exterior del convento, con sepulcral
silencio que grita a viva voz las aristas de la incertidumbre, y en fila de a
uno, a que las puertas del Monasterio de las Hermanas Humilladas a los Pies del Señor de los Clavos abran por
última vez sus brazos amigos de solidaridad y plato de comida diario.
Un telón administrativo férreo y sólido está a punto de
caer sobre todos ellos, sin opción a un saludo de corazón al público, unas
palabras de agradecimiento a quien hizo posible el desarrollo de la función o la
entrega de un gran ramo de rosas a la primera figura del cartel. Cerrojazo a
modo de campana que suena a réquiem junto a un tímido y constante guiño de
asentimiento en el rostro de las monjitas, pero también con la seguridad
inexorable del nudo en la garganta como previo anuncio a una incógnita que no
se despejará tras la hora de la digestión. Todos ellos, allí presentes, ante el
cuasi derruido muro principal del convento, vestidos con el abrigo de la
miseria y el insulto de unos dirigentes ineptos, se miran, cómplices, en ese su
último cortejo procesional para recibir las viandas que tan generosamente les
han aportado en los últimos tiempos las monjitas de la Orden de las Humilladas, doblegadas ante Dios, ante
quien precisa de su ayuda y auxilio, nunca ante el escalafón más alto de la
vergüenza y la soberbia. Y como el Galileo que venció la mirada tras el último
suspiro, después de haber alzado sus ojos estériles a lo más alto de la
angustia, se dirigen con paso lento hacia el portón principal, abierto como
muestra de acogida, de abrazo perpetuo, de sonrisa amiga, de seguro aliento
para proseguir con el errante vagar a través de una vida gris que, en algún
momento del viaje, perdió su zapato de cristal sin resolución de regreso.
Sor Águeda no puede contemplar la escena desde la celosía
oxidada de su despacho, incapaz, pese a su envergadura física, de sostener
tanta fragilidad humana, demasiada mirada silenciosa, todas aquellas
conversaciones diarias con unos y otros que le indicaban la certeza, desde
hacía tiempo, de estar presente en el momento preciso para proporcionar la
ayuda que aquellos ojos cristalinos reclamaban de manera callada. Y mientras
los boleros trágicos y desoladores se suceden en el tocadiscos, pasea su apagada
mirada por todos y cada uno de los que se agolpan bajo su ventana. Como Vega,
la joven veinteañera a la que han despedido de su trabajo como cajera de un
supermercado por ausentarse tres días seguidos para poder asistir a su enferma
progenitora en los últimos momentos de su vida, y a la que no se le ha dado
opción a continuar en la vivienda familiar, cuasi derruida, sustentada en un
tiempo lejano por los brazos y energías de un padre que acabó consumido por
largas jornadas laborales que lo dejaban sin aliento ni fuerzas para un beso
fortalecedor de buenas noches a los suyos, edificada en el punto de mira de una
gran compañía inmobiliaria para poder satisfacer la gran demanda de adosados en
la periferia de la ciudad, por lo que sin techo y apenas sueldo, mísero y
escaso incluso antes de que acabara el mes, se ve sola y viviendo de la caridad
de las Hermanas de la Orden; o Micaela “la
Barragana”, vieja prostituta del barrio chino, siempre ataviada con un abrigo
de pieles raídas y largo vestido de dudosa tela roja que tuvo épocas más lucidas,
tocada con gafas gruesas de pasta y cristales enormes que nunca le
proporcionaron un ángulo de visión certero a lo largo y ancho del mapa de la
vida, y que a duras penas se mantiene a flote en un mundo de dura competencia
desde que nuevas y juveniles damas, venidas de la Europa del Este, se doblegan
mejor y a un ritmo más contundente ante determinadas peticiones en los asientos
traseros de los coches que visitan las cercanías del puerto marítimo o los
cuartos ruinosos en los desvencijados portales del arrabal de la ciudad; o
Antonino, que siempre estuvo presto y voluntarioso en labores de acogida y
ayuda al más necesitado, participando siempre en reivindicativas
manifestaciones por los derechos de los que ya no poseían nada, ni una patria
que añorar en la distancia ni una tierra que pisar y sentir como suya, o una
hermandad entre iguales en un mundo que se jacta de individualismos y que tan
sólo ha logrado, gracias a los avances de la ciencia y las altas tecnologías,
aislarse de quien tiene más cerca, como le pasó a él, que ni los más próximos
estuvieron a la altura de tanta bajeza moral que acabó por convertirse en su
segunda piel, haciendo de la decepción y el nudo en la garganta sus señas de
identidad y que, a cambio de labores de mantenimiento dentro del convento,
recibía su plato diario; y también aguardaba en la fila el vagabundo y antiguo
rapsoda al que todos conocían como “el Diosgenes”, filósofo poeta, hundido en
su exigua armadura física, harapiento y ruinoso, forjado en recitales de una
poesía maldita en librerías vacías de un público que jamás tuvo ni puso interés
en la persona y el poeta, y donde la sabiduría que transmite en su mirada hace
juego con un sinfín de vivencias y desventuras en toda la geografía de su
poblada barba cana, allí en la que el verso potente de su caballería literaria
galopa desde lo profundo de una voz grave, martilleada por años y excesos.
Y más, muchos más guardando respetuoso silencio,
incapaces de mirarse a los ojos para no verse reflejados, recíprocamente, en el
espejo de la verdad del otro, para no reconocerse en sus respectivas miserias,
esa enorme torre de Babel de vivencias dispares que, sin embargo, tienen en
común el mismo dialecto de la desolación y la derrota, el mismo aroma de
fracaso impregnado en su propia piel, lacerada por lágrimas de color noche,
enmudecidas por una atmósfera de silencio para no perturbar, como en el caso de
la decrépita abuela Teresa, la viva mirada de unos nietos que no conocerán
jamás esa “hora de la merienda” tan vigente en otros tiempos lejanos, los
juegos con los amigos del barrio en el descampado del final de la calle o el
vestirse de domingo para pasear por la plaza mayor. Y como estatuas silentes,
con paso lento en ese su último día allí postrados, recogen las bolsas de
plástico que, con una mirada fiel y cómplice, les entregan con una sonrisa
apagada las monjas de la Orden de las Humilladas.
No, Sor Águeda no se siente con las fuerzas necesarias
para ir a recibirles por última vez, charlar con ellos y preguntarles por sus
constantes desventuras como hacía siempre al tiempo que, junto a la bolsa de
alimentos, entregaba bajo mano a los más desfavorecidos un sobre con una
pequeña limosna que salía de sus propios ahorros, una ayuda monetaria al margen
de directivos y dignatarios de la propia Orden cuyo hábito ella viste desde
jovencita. Y así, mientras el viejo vinilo da por finalizado su periplo a lo
largo de una serie de míticas canciones que hablan de recuerdos, soledad y
sentimientos opuestos, empaña la mirada de la misma manera que la humillan los
que integran el cortejo en el exterior para retornar a sus quehaceres,
sintiéndose un poco traidora a todos ellos en ese día de último saludo sobre el
escenario.
El certificado oficial sellado en el propio Registro
Municipal se encuentra sobre una de las cajas apiladas en uno de los rincones,
junto al tocadiscos, en el mismo sobre donde también se aloja la carta
manuscrita de la Superiora de la Orden, destacándose de entre un sinfín de documentos
y libros que ha ido recogiendo para seleccionar y enviar a distintas
dependencias monacales, archivados todos ellos con el mimo y esmero de siempre,
con el cuidado con que se ha caracterizado desde que llegó al convento para
ocupar el cargo de Abadesa Provincial muchos años atrás, pero aquel pedazo de
papel con el membrete del ayuntamiento es el que ha desplomado todos los muros
de carga emocional que Sor Águeda pudiera sostener. Por encima de la
exhortación de sus superiores, del acatamiento del voto de obediencia, de todo lo que significaba el respeto a su
hábito, aquella firma manuscrita al pie de tanta palabrería burocrática es la
que ha conseguido apagarle la mirada y hacer temblar, en lo más recóndito de su
cuerpo, los cimientos de los que siempre había hecho gala para trasladar al
resto de miembros de la Orden su fortaleza y tesón ante cualquier eventualidad
que pudiera surgir.
En ese momento, un enorme estruendo que retumba en el
claustro del convento, seguido de un gran redoble de palabras malsonantes, la
saca de sus pensamientos, por lo que Sor Águeda, como Cruz de Guía
procesionaria, abre el cortejo de monjas a la carrera hacia el mismo hipocentro del desastre, donde, entre el desparrame de objetos litúrgicos, variedad
de ornatos eclesiásticos y misales y breviarios devocionarios, se levanta,
sobre una peana de desolación por lo ocurrido, un hombre de raza negra ataviado
con mono de trabajo y cigarrillo en la comisura de sus profusos labios.
—¡Por el amor de Dios, señor Hakeem! —le ruge Sor Águeda
por encima de murmullos y cotilleos varios del resto de la congregación— ¡A
este paso no van a llegar sanos ni los clavos del propio Cristo, Nuestro Señor!
—Lo siento mucho, señora —le da la réplica el interpelado
con una mezcla de acentos que más parecen disparos erróneos en un pimpampum de
feria que parte de una conversación—. Por adelantar y ganar tiempo me dispuse
con cuatro cajas a la vez y se me tambalearon todas ellas.
Sor Águeda, más por desesperación que por la pérdida
ocasionada, suspira teatralmente al tiempo que echa un vistazo a uno de los
pequeños libros de oración que yace, deslomado y revuelto, sobre el piso del
claustro.
—Pero usted no se me preocupe, señora, que lo recogemos
todo en un santiamén. Se lo aseguro. Palabra de Hakeem — continúa excusándose
el operario, de manera torpe y acelerada.
De una tanda de palmadas, Sor Águeda envía al resto de
monjas que la rodeaban a sus quehaceres, urgentes y precisos en ese día de
recogida y limpieza, orden sonora que acatan diligentes al tiempo que Hakeem,
cumplidor de su palabra, hace lo propio, empleando tan sólo unos segundos en
deshacer el entuerto del estropicio. Todo, menos el pequeño libro que ya se
encuentra en poder de Sor Águeda, quien, con semblante de añoranza, como si
aquel diminuto ejemplar la hubiera transportado a unos años pretéritos que ella
recordaba con una sonrisa, vuelve a su despacho, cierra la puerta tras de sí y
se apoya en ella de manera contundente, como si la memoria le hubiera caído
como una losa y aquella sonrisa inicial de evocación y recuerdo hubiese
derivado en un halo de tristeza por el tiempo transcurrido. Tras unos segundos,
se lleva una mano a los labios, como si quisiera mitigar un grito desgarrador, y
vuelve la mirada al libro, a su lomo destartalado, a las páginas amarillentas y
sucias de humedad al tiempo que vierte unas lágrimas mientras comienza a pasar páginas
hasta llegar a una en concreto donde aparece, entre ilustraciones descoloridas
y letras impresas con el estilo de antaño, una pequeña y conocida oración para
niños: “Vela, oh, Señor, a aquellos que
están despiertos, o vigilan o lloran esta noche, y manda a tus ángeles y santos
que protejan a los que duermen”.
En el bosquejo que aparece bajo la oración, con colores
apagados y mortecinos, como si el tránsito de la infancia a la edad adulta no
hubiera aportado más que penumbra lóbrega al trazo del dibujante, un querubín
barroco aparece junto a un niño que duerme plácidamente.
Pero no es el contenido de la oración ni la propia
ilustración lo que apena con aroma de nostalgia a Sor Águeda. Con la palma de
una de sus manos, desciende lentamente de las letras de la plegaria y el rostro
del ángel hasta una dedicatoria manuscrita escrita con una frágil tinta azul
que evidencia los años transcurridos, una frase que manosea como si estuviera
en relieve, como si quisiera taladrar en su mirada cada minucioso detalle que
se desprendiera de ella. Y al tiempo que la relee una y otra vez, sus lágrimas
van apareciendo sin freno alguno: “A mi
tía Águeda, porque esta oración formó parte de mi niñez, velando ella misma mi
sueño y mi vida a lo largo del camino que emprendí desde mi nacimiento. Gracias
por convertirme en persona con tus palabras y tu compañía. “No olvides nunca
que uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida. Te quiere,
Manuel”.
Sor Águeda alza de nuevo la mirada, abrazada a ese
pequeño libro de oraciones que parece querer fundir en su propio hábito, como
si así estuviera meciendo en una nana previa al sueño a ese pequeño Manuel que
firmó la dedicatoria,
Una voz a sus espaldas –en el momento justo en que ella
vuelve a la ventana de su despacho para contemplar el exterior, donde los
convidados a la particular Última Cena en el convento van desperdigándose a la
deriva, sin rumbo ni meta, por las distintas calles que desembocan en la plaza
del monasterio– la despoja a bocajarro de unos recuerdos que parecieron haberla
llevado a un punto concreto de su existencia, muchos años atrás.
—Hemos terminado, Sor Águeda —dice una de las monjas—. Ya
se han repartido todas las bolsas de comida y tan sólo quedan por recoger unos
pequeños bártulos en las cocinas.
Ante el silencio de la anciana, la joven monja continúa
con su perorata. Que si Hakeem y su grupo ya han vaciado de bultos e imágenes
todo el claustro, que si aquella última jornada de mudanza ya tocaba a su fin,
que si se podía acceder al despacho para recoger las cajas que aún se apilaban
junto a ella, que si…
—Dele la vuelta al disco, Hermana —ordena Sor Águeda sin
volverse desde la ventana—, y que se lleven las cajas, sí. Pero el tocadiscos
se queda.
“Ne me quitte pas”,
por boca de Maysa Matarazzo, irrumpe en la estancia a petición de la
Provincial, ante la obediencia de la joven monja y el asombro del operario de
la mudanza, quien ante el gesto de silencio que le impone la joven de hábito, recoge
las últimas cajas de documentos y legajos que yacen en uno de los rincones,
bajo el almanaque de la cupletista de los años treinta.
Sin alejar su apenado semblante de la ventana, Sor Águeda
contempla cómo un coche negro llega a la plaza, apeándose del mismo una mujer
alta, elegantemente vestida y ataviada con gafas oscuras quien, nada más pisar
tierra, eleva su mirada hacia la celosía del despacho, como si conociera de
memoria el destino de su primer vistazo.
Ambas se miran directamente desde la lejanía física, y con
lágrimas en los ojos, Sor Águeda se vuelve sin liberarse del pequeño libro de
oraciones y se encamina por las dependencias del monasterio con la única
compañía de sus recuerdos y el significado contundente del bolero que, como si
se tratara del estruendo previo a la tormenta, parece querer filtrarse por
todos y cada uno de los muros de piedra. «No
me dejes, no te vayas, porque yo seré capaz hasta de ofrecerte perlas de lluvia
extraídas del país donde nunca llueve…», va recitando Sor Águeda a modo de
letanía hasta llegar a la puerta principal del convento, donde, como escultura
inamovible, la mujer que descendió del coche se retira las gafas oscuras para
mirarla de igual a igual. «No me dejes,
no te vayas, porque soy capaz de inventarme el más absurdo de los idiomas con
tal de que tú lo comprendas, que te necesito, como el viejo y apagado volcán
necesita la luz del fuego para sentirse vivo de nuevo…»
Un silencio que las devora marca el primer contacto entre
ellas, unas palabras enmudecidas que no logran estallar en verborrea como
antaño, tal y como se significa de lo profundo de sus miradas, como cuando
disfrutaban de aquellos tiempos felices y se besaban profusamente con el sabor
de la familia y el calor del hogar.
Sor Águeda se acerca, decidida, para retirar una lágrima
que cae por el rostro de la mujer al tiempo que le ofrece el pequeño libro de
oraciones.
—No olvides nunca
que uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida —recita de
memoria la mujer sin desviar sus ojos de los de Sor Águeda, trayendo a ese
presente la lejana cita manuscrita que la anciana había rescatado del olvido en
el pequeño devocionario, como si así, ambas supieran cuál debía ser el inicio
de la conversación entre ellas dos.
—Te quiere, Manuel
—apostilla el final de la cita Sor Águeda.
La mujer cristaliza sus ojos al escuchar aquel nombre en
boca de la anciana monja, y como si una fuerza externa se apoderara de su
interior más íntimo en forma de pinchazo de dolor emocional, queda convertida
en un ovillo humano a los pies de Sor Águeda, humedeciendo su modesto calzado y
besando los faldones del hábito.
—No pude evitarlo —solloza—. Lo único que puedo hacer es
lo que estás viendo ahora mismo, tía. Pedirte perdón.
Sor Águeda la mira con pena. Sabe que debería agacharse
para abrazarla y conseguir fundirse en un solo cuerpo, pero no se atreve a
hacerlo, por lo que se limita, con manos temblorosas, a acariciarle la melena
rizada que le cae hasta más allá de los hombros. Y así, al ritmo de un bolero
autodestructivo para ambas, la contempla desde su posición elevada mientras su
memoria viaja a muchos años atrás, a aquellos tiempos en que la plaza del
monasterio era un hervidero de felicidad, con niños jugando a la pelota o montando
en bicicleta mientras sus madres se encontraban sentadas alrededor de sus
calcetas o sus tertulias, y no como se encuentra en la actualidad, con mendigos
en las esquinas, vagabundos maltrechos sentados sobre cartones o jóvenes sin
brújula de vida que poder consultar en caso de deriva; Y de entre toda esa
amalgama de imágenes y recuerdos, ella destaca a un niño rubio que siempre se
encontraba jugando con una sonrisa de oreja a oreja junto a otros niños de los alrededores.
Él era su favorito de entre todos. Un niño alegre, vivaracho, ajeno a la locura
adulta de los tiempos de ahora; un crío que, de vez en cuando, alzaba la mirada
para saludarla con la mano. A ella, a su tía monja que vivía y trabajaba en el
convento que se erigía triunfante en el centro de la plaza. Sor Águeda recuerda
todo aquello con la certeza de haber sido testigo privilegiado de todos y cada
uno de los momentos cruciales en la vida del pequeño Manuel, desde la infancia
a la adolescencia, allí ya como experimentador de nuevas y peligrosas formas de
expresión más vitales, peligrosas, alarmantes. Sí, ella siempre estuvo ahí, en
cada parcela de su mundo, viéndole crecer, surcar mares de asfalto a la búsqueda
de nuevos sabores que la vida le brindaba mientras descubría de manera furtiva
los placeres nocturnos a media luz, analizaba su propia sexualidad, estudiaba
su cuerpo de manera diferente ante el espejo, donde su rostro y su propia
físico mutaban con las primeras hormonas, los trasplantes, las operaciones, la
clandestinidad de un hombre con carnet de varón pero anatomía femenina, las
palizas en los callejones donde desembocaban las puertas traseras de los clubes
de alterne, las redadas policiales, la aplicación en sus propios huesos de
absurdas leyes para vagos y maleantes hasta convertirlo en mero resto de un
naufragio hasta casi despojarlo de su nueva identidad. Pero ella siempre a su
lado, proporcionando el impulso necesario para continuar en pie a través de
callejones sin salida hasta lograr la meta propuesta para restablecer la
dignidad del Manuel que tanto adoraba desde niño, hasta conseguir la pérdida
definitiva del miedo, la valentía en nuevos tiempos de libertad, la
autoafirmación de quien se siente mujer por encima de todo y de todos, y una
cimentación sólida en la carrera política reivindicando derechos que, antaño,
fueron vedados a los que como él, como ella, tuvieron que camuflarse en un
mundo de sombras para poder mantenerse a flote en una barbarie de mundo que
siempre miró con recelo y prejuicio.
Sor Águeda vuelve a su presente con lágrimas en los ojos,
e insta a su sobrina Manuela a que se levante, que alce la mirada a la altura
de la verdad y de las cosas que se hacen con el corazón.
—No pude impedirlo —insiste sollozando— No pude hacer
nada para que la oposición se olvidara del asunto. Tenían ganas de meter mano
al monasterio, tía. Muchas. Desde hace tiempo…
Sor Águeda niega con la cabeza al tiempo que lanza un
susurro.
—No es a mí a quien hay que dar explicaciones, Manuela.
Ni a mí ni al resto de Hermanas de la Orden —le dice mientras continúa
retirándole lágrimas del rostro—. Yo cumplo con mi voto de obediencia, y por
eso hoy sigo aquí, trabajando hasta el final, proporcionando alimento y aliento
a quien lo necesita, a todos esos que forman parte del mismo mundo que tú y que
yo, y que por unas razones u otras, ahora parece que pertenecen a un mundo
completamente ajeno que me niego a reconocer como propio. Toda esa gente que
vive ahogada en charcos de soledad, sin un horizonte claro en su vida porque lo
han perdido todo, Manuela, y que se tragan su orgullo a diario para mendigar un
trozo de pan que llevarse a la boca. Toda esa gente a la que habéis soltado de
la mano, sobrina, y que hasta ahora buscaba cobijo bajo estos muros que vais a
derrumbar para construir algo que case mejor con los intereses de unos
políticos que solo se miran el ombligo nada más amanece un nuevo día… Por todo
eso, sigo hasta el final, ayudando a quien precisa de consuelo y auxilio… Como
hice contigo cuando todo el mundo te daba la espalda porque no entendían tu
visión de las cosas. ¿O es que se te ha olvidado todo desde la butaca que
ocupas?
Manuela la mira a los ojos evocando un pasado tortuoso,
reconociendo enormes parcelas de verdad y de vida en su anciana tía, redescubriendo
su propio reflejo en el espejo de cada una de sus palabras. Y no puede evitar,
por tanto, el recordar la primera noche en que, hundida y derrotada, pero a la
contra también decidida y valiente, se situó bajo la ventana del despacho de su
tía, a los pies de una de las farolas de la plaza, con un hilillo de sangre
recorriendo la comisura de sus artificiales labios y una única lágrima recorriendo
su tortuosa piel de mujer castigada por la brutalidad del mundo en que
habitaba. Aquella noche en que la tía monja conoció a la Manuela mujer, “En un rincón del alma” se desprendía del
tocadiscos que habitaba en el despacho de la Provincial de la Orden,
desparramándose por el muro principal del convento hasta desembocar en lo más
íntimo del cuerpo quebrado por golpes y decepciones de la mujer que, desde la
penumbra de su estancia, Sor Águeda apenas podía distinguir. Sólo pudo
comprobar que, en esa madrugada, una mujer golpeada se deshacía en el asfalto
de la plaza, por lo que no dudó un instante en ir a socorrerla, recogerla de la
calle y darle cobijo en una de las amplias dependencias que servían de albergue
para peregrinos. Y fue allí, estando a solas, a la luz de un candil, cuando,
tras curar las heridas, algo en lo profundo de la mirada de Manuela hizo que
Sor Águeda reconociera en ella al niño que jugaba todas las tardes junto a los
muros del convento. Y lo supo todo entonces. Descubrió el enorme fracaso humano
que la vida había brindado a aquella golpeada anatomía forjada en quirófanos y
clandestinidad. Fue conocedora, a su vez, de una atroz realidad que la
desestabilizó en un primer momento para, buscando fuerzas y energías hasta de
lo más recóndito, lograr que su sobrina retomara el vuelo en su propia vida
hasta conseguir alcanzar una cima que, en el presente, acabaría con todo aquel
mundo de solidaridad y ayuda hacia los demás que se había forjado la anciana
junto al resto de la Orden de las Humilladas.
—Señora alcaldesa, es la hora —dice la voz de un hombre
de uniforme que entra en el vestíbulo principal, rompiendo el hechizo de pasado
que había envuelto hasta entonces a las dos mujeres.
Al tiempo que Manuela vuelve al presente, un grupo de
quince monjas, ataviadas con su hábito negro, rostro circunspecto y ojos de
nostalgia, van saliendo de los laterales del claustro en dirección de la puerta
principal, arremolinándose todas ellas junto a Sor Águeda.
—Hermana Dulce Nombre de María, ¿hizo lo que le ordené? —pregunta
la Abadesa sin desviar la mirada de los ojos de su sobrina.
No hizo falta respuesta.
En ese momento, hasta todas ellas llegaban los últimos
compases de “Contigo aprendí”, lo que
motiva que Sor Águeda esboce una sonrisa de manera tímida mientras tiende sus
manos a Manuela, quien no tarda en estrechárselas también.
—¿Dónde podré localizarte? —le pregunta su sobrina con
firmeza-
La anciana sonríe de nuevo soltándose de sus manos.
—¿Recuerdas? La cantaba Sara en “Esa mujer”. Una de las canciones que formaron parte de tu debut en
el MalvaLoca.
Manuela vuelve a mudar de pasado su semblante al tiempo
que Sor Águeda, tras mirar al resto de Hermanas del convento, sale decidida al
exterior y se deja empapar por la atmósfera que se respira en la plaza, como si
aquella bocanada de soplo vital la llenara por completo, dándole las fuerzas
necesarias para no rendirse ante la brutal evidencia del ruido de motores que
llegan hasta todos los que allí se encuentran. Y mientras las excavadoras hacen
su acto de presencia en los aledaños de la explanada, ella se instala en el
centro de la plaza ante la atenta mirada de todos, coloca los brazos en cruz, cierra
los ojos y lanza un enorme grito capaz de enmudecer a los conductores que, apagando
el motor de sus máquinas, la contemplan atónitos.
Un grito de rabia, de incomprensión, de una etapa de vida
que culminaba en aquella mañana como el telón que desciende paulatinamente al
acabar una representación teatral.
Con andares de derrota humana, como antaño, como aquella
primera noche en que llegó al convento en busca del socorro de su tía, Manuela
vuelve a meterse en el interior de su coche oficial sin más despedida que esa,
la de contemplar la angustia por el cierre del monasterio y a Sor Águeda como
centro neurálgico de tanta gente necesitada que, en ese preciso instante,
guiados por tanto tiempo de ayuda y confidencias, forman parte de un mismo
sentimiento, fundidos en un único abrazo que transmite todo lo que han vivido a
su lado. Desde Vega, la joven que había trabajado de cajera en un supermercado,
despedida injustamente, a Micaela “la
Barragana”, quien aún confía en ser la vencedora en su propio combate de
amores bajos y sentimientos de los buenos. El filósofo poeta Diosgenes también
la abraza, taladrando con su mirada el corazón de la anciana monja al tiempo
que le entrega un pedazo de papel sucio donde, con una caligrafía experimentada
por los años de mala vida, se lee: «Te he
necesitado tanto como el mundo precisa de poesía para salvarse del desastre.»
Ella les mira a todos con lágrimas en los ojos mientras
el resto de Hermanas, aguardándola en varios coches que las llevarán a nuevos
destinos, contemplan las muestras de cariño mutuo entre la anciana y las gentes
de la plaza, capaces todos ellos de haber podido contemplar la luz desde el otro lado de la luna,
como reza la canción que llega desde uno de los pisos superiores del convento,
desde el antiguo despacho de Sor Águeda, donde, hasta el final de la canción,
el viejo tocadiscos sigue su ritmo trepidante bajo el almanaque realzado con la
fotografía de una cupletista de los años treinta.
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