Ahí están,
con su silencio rutinario
saludando a la aurora:
los que se desperezan
en cajeros cinco estrellas
con vistas a un asfalto
tocado con caperuza de verdugo,
los que son arrojados a charcos
de miseria mientras tienden las manos
en busca de migajas con que
alimentar su propia soledad,
los que viven asfixiados
por un constante nudo en la garganta,
vida y alma antes de batallar al duro y
nuevo
invierno de veinticuatro horas.
Ahí están,
los que desafinan himnos
de gloriosas batallas pretéritas,
los que galopan hacia ninguna parte
a lomos de cuerpos que
vistieron tallas mejores,
los que lloran y sangran por heridas
de maletas perdidas y decepciones,
los que hacen el eco a las palabras
calladas
pronunciadas en labios de indiferencia.
Ahí están,
los que anuncian “tierra a la vista”
desde lo alto de galeones
que surcan los siete mares
hasta alcanzar la orilla
de una nueva frontera,
los que son recibidos flotando
sobre manojitos de escarcha y
rocío de primera hora,
los que rasgan los espejos de la
infancia
con el filo de una sonrisa marchita,
los que viajan en aviones de papel
fabricados con hojas de calendario
donde se apuntaban los sueños
que quedaban aún por cumplir.
Ahí están,
los que reciben los primeros rayos
de un sol que alumbra sus vidas
mortecinas,
los que miran,
los que esperan,
los que piden,
los que ansían,
los que hablan
a través de sus silencios.
Ahí están:
todos ellos.
(c) Isidro R. Ayestarán
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