Pudiste haberme
vencido mil veces
a poco que te hubieras esmerado,
tras haber recreado la batalla
en tu maqueta de vida banal,
vacía, tras alentar a esas tropas
absurdas
– como
todas las tropas de todos los generales –
a luchar, morir hasta el último suspiro
por la victoria de unos besos mal
escritos
sobre papiros desteñidos que naufragan
río abajo.
Pudiste haberme hecho padecer
bajo el látigo de tus miradas certeras,
bajo la lava de un deseo ardiente
que hubiera culminado en algo más que
un simple “te quiero”, alzar el vuelo
como la película en blanco y negro
de Vittorio DeSica… o haciéndome bailar
al ritmo de la música de tu poesía.
Con todo eso, o una pequeña parte de
cada una de esas armas de destrucción
masiva.
Con ellas hubieras acabado conmigo,
ya ves tú qué fácil, pero en esta
historia
de vencedores y vencidos, el último
recurso
de tu endiablado abogado fue utilizar
aquello para lo que ninguno de los dos
estaba predestinado, sin un ensayo
general
a puerta cerrada: la tajante
indiferencia
que mata de manera brutal poco a poco.
Y fue así, soltándonos de la mano que
un
día quisimos no soltar, como nos
dejamos
escapar en direcciones opuestas.
(c) Isidro R. Ayestarán
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